Hay veces que no damos importancia a los pequeños detalles. Nos parecen superfluos, insignificantes. Algo que no tiene ninguna relevancia. Y muchas veces, son precisamente esos detalles los que cambian el rumbo de una vida, de una comunidad o de todo una ciudad. Nos situamos en el año 1453, en la ciudad de Bizancio. Constantino XI es el encargado de defender la ciudad y al otro lado está el ejército otomano. Las murallas resisten y los asaltantes tienen que pensar algo rápido. La primera opción es construir grandes, inmensos cañones para intentar romper las murallas. Se construyeron grandes cañones que fueron transportados minuciosamente hasta Bizancio. En un momento dado, se dan cuenta que es primordial para sus intereses tomar primero la bahía interior de la ciudad. Pero, ¿por dónde pasarán los barcos? La única opción segura que ven es trasladarlos por las montañas pero... ¿desde cuándo los barcos surcan montañas? Por increíble que parezcan, los barcos otomanos surcaron aquellos mares de piedra sobre unos rodillos de madera. Un extraño guiño histórico a la construcción de las pirámides de Egipto. Pero, volvamos a Bizancio. Tenemos a una ciudad asediada por grandes cañones y por barcos enemigos desde la bahía interior. Y aún así, Constantino y la ciudad entera siguen resistiendo. Primero los bachibozumos, y la ciudad no cede, luego vendrían los anatolios y todo sigue igual. La última opción otomana está en los aguerridos jenizaros. La lucha continúa. Desde la ciudad se tapa cada hueco que nace en la gran muralla. Se lucha cada centímetro, los hombres muertos se cuenta a millares y la sangré seguirá cayendo ya que la ciudad no cae.
Y de repente, unos anatolios encontraron un pequeño hueco en la muralla exterior. Se adentran en el hueco que discurre entre esa muralla y la interior. Nada puede hacer pero pasean por aquel espacio hasta que de pronto se encuentran con lo inesperado. Algo que les pilla tan de sorpresa que, en un primer momento piensan que debe ser una trampa. Una argucia de sus enemigos. No es posible que en un asedio que está costando tantos esfuerzo, tantos muertos alguien cometa un error tan grande. Ante sus ojos se encuentra una puerta llamada Kerkaporta que da al corazón de la ciudad... y está abierta. De par en par. Tantas molestias para defender la ciudad y alguien se olvidó de cerrar esa insignificante puerta. Un pequeño descuido que otro día habría pasado desapercibido pero no aquel fatídico día. Los jenizaros no saben que tienen que hacer y piden refuerzos antes de entrar a Bizancio. Atacan por la espalda a los defensores de la ciudad que se ven totalmente desbordados. Intentan resistir pero una frase recorre toda la ciudad: "la ciudad ha sido tomada". Primer resuena en boca de los atacantes otomanos pero luego se escucha en la de los sitiados. El ejercito se retira y, aunque algunos intentan resistir, la ciudad cae y Constantino con ella. Murió defendiendo su ciudad. Durante los siguientes tres días el ejército otomano tuvo carta libre para el saqueo.
Y así, una simple puerta abierta dio lugar a la caída de Constantinopla. Se perdió durante mucho tiempo. Y es que algunas veces, cuando alguien abre una puerta... se destruye un imperio.
Referencia: Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig.
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